jueves, 22 de febrero de 2024
MONTAÑA... vestuario y equipo.
jueves, 4 de mayo de 2023
LAS BOTAS...
martes, 17 de enero de 2023
PICOS DE EUROPA
Han pasado muchos años y el nombre de “Naranjo de Bulnes” ha permanecido siempre en mis pensamientos. Ha pasado la pandemia y tocaba visitar una vez más España, definitivamente no podía faltar la MONTAÑA. En principio tenía como objetivo un trekking familiar a la región de Ordesa en el Pirineo Aragonés, sin embargo, y gracias a la insistencia de Juancho Urosa, que se desempeñaba como médico en la región de León, el nombre de “Picos de Europa” salió a relucir. Entre una y otra conversación, a Juancho no le costó mucho convencerme, y con sus habilidades metódicas, logramos levantar un itinerario muy representativo para hacer un recorrido de los sectores más valiosos desde el punto de vista cultural y escénico de esta zona montañosa del Norte del país.
Finalmente, allí estábamos en el terminal aéreo de Madrid (Barajas) para encontrarnos el día 5 de septiembre con Juancho y trasladarnos hacia la ciudad de León y hacer algunas compras necesarias para nuestro itinerario. Unas 4 horas fueron suficientes para llevarnos entre calles empedradas y edificaciones antiguas a la casa de Juan y poder así depurar nuestros morrales y hacernos de unas cuantas exquisiteces que nos deleitaran durante el viaje. León se hace notar como una ciudad tranquila, ideal para comenzar un viaje hacia las hermosas montañas de “Picos”.
Un corto trayecto de 62 Km. nos condujo por una hermosa carretera que poco a poco fue revelándonos ese maravilloso mundo montañoso que descubriríamos a los siguientes días. Sin mucha prisa nos detuvimos a probar algunas de las exquisiteces del camino y deleitarnos con estos paisajes privilegiados. Al llegar a Riaños, nuestra posada estaba ya disponible para alojarnos y, luego de una excelente cena, darnos la oportunidad de un merecido descanso que nos preparara para la siguiente jornada de caminata.
Desde Riaños a Cordiñanes solo nos separaban 34 Km. así que lo del apuro lo dejábamos para otro día. Nos fuimos a desayunar con calma y una buena “tortilla de patatas”, acompañado con pan y mermelada de la casa nos esperaban, finalizando con un excelente café (cortado doble). Una carretera impecable nos adentraba hacia una zona cada vez más montañosa, hasta atravesar un pequeño caserío donde nos equipamos con algo de agua y gaseosas y así buscar un buen puesto de estacionamiento donde dejar el “coche” (entiéndase carro en el mejor castellano criollo) por algunos días. No puedo negar mi preocupación "venezolana" cuando Juancho insistió en que se podía dejar el vehículo a la intemperie, lleno de equipajes y varias pertenencias durante algunos días sin que “sucediera nada”… “que falta de imaginación y creatividad delincuencial tienen en España”, le dije yo a Juan en modo de chiste, para hacer “catarsis” de la preocupación por dejar el carro “a la buena de Dios” en el pequeño parqueadero del lugar.
Tal vez, por el desnivel a sortear en este tramo de la ruta, me atrevo a decir que esta es la parte más exigente de la ruta que hicimos. Este tramo corresponde a uno de los “Senderos de Pequeño Recorrido” (PR-PNP16).
Desde Caín, al siguiente día, tomamos la van que nos trasladó nuevamente a la ciudad de León, donde dimos por terminado nuestro recorrido, pero no así esta experiencia vivida juntos… que durará para siempre.
miércoles, 14 de diciembre de 2022
KILIMANJARO... por las nieves de África
“El tiempo pasa volando” ha dejado de ser una simple frase cuando viajas a Tanzánia. Trabajo acumulado, horas de apuros, de un país a otro, son los elementos característicos cuando se trata de movernos hacia el continente donde muchos aseguran que comenzó todo… África.
martes, 2 de noviembre de 2021
ROCK, PREMONICIÓN Y TRAGEDIA... las últimas horas de dos andinistas merideños
Prólogo
Hace meses atrás un apreciado amigo de Caracas, Francisco Gil, miembro antiguo del Grupo de Rescate Venezuela, me contactó para preguntarme si en mis comienzos como andinista, llegué a conocer del accidente sucedido a finales de octubre hace medio siglo en la Sierra Nevada de Mérida, donde fallecieron dos conocidísimos escaladores merideños, Jorge Eduardo Burguera y Jorge Luis Morales, a lo que le respondí contándole someramente mi experiencia como testigo presencial en las aciagas horas de tan lamentable suceso, que enlutó respetables hogares y consternó a la comunidad emeritense.
Para cerrar nuestra conversación, Francisco me conminó a escribir esa vivencia y contribuir así a documentar ese lejano episodio del montañismo nacional, que fue muy conocido a grandes rasgos pero un tanto incierto en cuanto a los pormenores de lo sucedido en el entorno temporal y físico inmediato a la tragedia, así como de las operaciones de búsqueda y salvamento que tuvieron lugar entonces en las inmediaciones de la cumbre más alta de Venezuela.
Debo decir que para mí fue un duro reto tratar de plasmar en palabras escritas cada momento allí vivido pues, aunque en mi memoria siguen inmutables esos recuerdos a pesar del tiempo transcurrido, el hurgar en pos de ellos los hizo emerger fuertemente ligados a estremecedoras emociones que prefería dejar en el olvido.
Sin embargo, en la medida que avancé sobre tal compromiso, aquellos fantasmas fueron disipándose y dando paso a una fuerte convicción de que dar a conocer esa experiencia, aparte de reconciliarme con el muchacho impulsivo e irreverente que la vivió por cosas del destino, puede significar un modesto aporte a la narrativa existente de tantos hechos y personajes que modelaron con su amor, sus piolets, crampones, cuerdas y demás aparejos de escalada, los ventisqueros de la Sierra Nevada de Mérida, y algunos, como en este caso, ofrendaron sus vidas al honrar nuestras soberbias montañas.
Y es que no cabe momento más propicio para entregar este tan postergado escrito que ahora, a pocos días de cumplirse los 50 años del accidente que marcó un hito en la historia del andinismo merideño, pues lo ocurrido sensibilizó de tal manera a la comunidad montanista y a los entes gubernamentales que a partir de entonces se comenzaron a tomar más seriamente los aspectos relativos a la seguridad y la gestión del riesgo en los planes de atención a la práctica de tan temerario deporte. Una de sus consecuencias inmediatas fue la capacitación de un grupo jóvenes escaladores en auxilio médico de emergencia y técnicas de rescate en alta montaña, a través de un curso dictado en Mérida por parte de andinistas expertos y miembros del Grupo de Rescate Venezuela (GRV) en el mes de diciembre de 1971, lo cual dio pié a la fundación del Grupo Andino de Rescate (GAR) y motorizó la creación de muchas otras organizaciones voluntarias de búsqueda y salvamento en la región andina.
El presente relato, que escribo en ocasión de conmemorarse el quincuagésimo aniversario de ese fatal accidente, acontecido el 30 de octubre de 1971 en el flanco sur Pico Bolívar, va dedicado a la memoria de Jorge Eduardo Burguera y Jorge Luis Morales, a sus familiares y amigos montañistas presentes o ausentes de este plano terrenal, en especial a Carlos Reyes, vecino del sector Barinitas, amigo y muchas veces compañero de cordada, y Hernán Molina, primo y brillante músico merideño, ambos viajeros ya del tiempo y espacio, quienes junto a Omar “Pipo” Paredes, destacado montanista, protagonizamos de manera casuística aquellas largas y angustiosas horas narradas en esta historia.
Tributo estas líneas también a todas las personas dedicadas a la invaluable labor de salvar vidas, y de manera particular a las varias generaciones de mi gente del Grupo Andino de Rescate, por su dedicación y perseverancia para mantener activa nuestra organización, por encima de tantas vicisitudes, en los 50 años que se cumplirán el próximo 20 de diciembre del presente año.
Salomón López Zerpa
Miembro GAR Nº 003
Septiembre 2021
ROCK, PREMONICIÓN Y TRAGEDIA: las últimas horas de dos andinistas merideños
Por: Salomón López Zerpa
Imágen: Familia. Burguera
La juventud merideña ardía de entusiasmo por el concierto. Era el día sábado 30 de octubre de 1971. Y es que al final de esa tarde se presentaría, en el Aula Magna del edificio rectoral de la ilustre Universidad de Los Andes, el famoso intérprete de jazz Gerry Weill, conocido entonces como “El Maestro del Jazz Venezolano”, quien había preparado un repertorio que incluiría piezas de su última producción discográfica.
Mi hermano mayor, Ibrahim, se contaba entre los cientos de muchachos fanáticos del rock & roll, y particularmente del jazz-rock, que era un género emergente al comienzo de la década de los 70, y Weill era uno de sus mejores exponentes en Venezuela, muy reconocido por su amplia trayectoria musical.
Mi animosidad por asistir al concierto del músico austriaco-venezolano era buena, más no comparable a la de Ibrahim y sus coetáneos, pues yo tenía preferencia por la docilidad del soul o del folk-rock. En esa época la fiebre del rock corría por las venas de muchos jóvenes merideños, y muestra de ello era la existencia varias bandas en la ciudad que interpretaban ese género musical, siendo una de las primeras la conformada en 1968 por músicos amateurs como Jorge Morales (Ϯ) (bajo, guitarra, batería), Enrique Volcanes (1ra. Guitarra), Hernán Molina (Ϯ) (2da. Guitarra), Ibrahím López (batería) y William Gómez (Ϯ) (percusión), denominada Die Feuerbach1.
En este punto del relato comienzan a trenzarse situaciones que van vislumbrando un panorama premonitorio sobre momentos trascendentes en las vidas de los protagonistas principales de esta trágica historia del montañismo merideño, horas antes de su terrible desenlace... ¿Qué relación podía existir entre el citado concierto y los sucesos del día siguiente? Seguramente ninguna, pero desde mi punto de vista el desarrollo de los hechos va incorporando progresivamente personajes y hechos, como cuando un río manso comienza a aumentar su caudal y poco a poco va arrastrándolos a todos hacia un destino incierto.
Pero sigamos entonces… de acuerdo con los antecedentes antes narrados, era impensable que el joven músico Jorge Luis Morales pudiera perderse por voluntad propia tan esperado concierto. Por otro lado, tampoco se dudaba de la asistencia al evento musical de Jorge Eduardo Burguera, conocido andinista merideño y fundador en 1969 del Centro de Excursionismo y Andinismo de la Universidad de Los Andes (CEAULA), junto con Ricardo Hansen, Luis Yegres, Rafael Solorzano, Adelmo Erazo (Ϯ), Oswaldo Rodríguez (Ϯ), Jorge Núñez, Haydee Ruiz, Rafael Monasterios, Ibrahim y otros[1]. Esta última afirmación se desprende de lo referido por uno de los mejores amigos de Burguera, Marco Parada[2], ya que éste le había encomendado adquirir los boletos de entrada y reservar buenos asientos para ambos y sus respectivas novias, quienes eran dos hermanas que vivían en la vecina ciudad de Ejido.
No obstante, la presencia
de los dos tocayos en el concierto iba a estar condicionada por su retorno a
Mérida a primeras horas de la tarde de ese día, pues Jorge Eduardo había
pautado con la Dirección de Deportes de la ULA guiar a un visitante, el Dr.
Jhon Havem Coote, veterano escalador inglés, hasta la cumbre del Pico Bolívar
por la ruta Weiss en compañía de su amigo Morales, y justamente los tres emprendieron
esa misión muy temprano en la mañana, ascendiendo hasta la estación de Pico
Espejo en una de las cabinas del Teleférico de Mérida.
Aunque algunos montanistas sabían de la presencia del visitante inglés y del compromiso de Burguera para llevarlo a la cumbre del Bolívar, yo no estuve enterado de dicho plan, y de hecho no tenía por qué estarlo, puesto que era un adolescente de diecisiete años quién, aun cuando ya había explorado con éxito algunas de las rutas clásicas de ascenso a las cinco águilas blancas, no era miembro del CEAULA dada mi condición de menor de edad, que apenas comenzaba a seguirle el paso a los botines de su hermano mayor y no pertenecía al círculo de las amistades cercanas al experimentado escalador, aunque sí era amigo de sus hermanos menores y había integrado, meses antes, una cordada con Jorge Morales y otros amigos en la que coroné por segunda vez dicha cumbre, que al tiempo fue el bautizo de Morales en su primer ascenso al techo de Venezuela.
Es importante destacar que, aparte de numerosas nuevas rutas establecidas en los picos de Mérida, el CEAULA bajo la dirección de Jorge Burguera organizó y llevó a cabo exitosamente varias expediciones fuera del territorio nacional, logrando alcanzar las mayores cumbres de Colombia, Ecuador y Perú, y entre sus planes estaba incursionar hacia los lejanos Himalayas.
Por otro lado, para poner en contexto mi experiencia en alta montaña en ese entonces, dada la comprometedora situación que me involucró con la tragedia en ciernes, debo decir que me había iniciado en excursiones de varios días a muchas de las numerosas y hermosísimas lagunas de origen periglaciar que alberga en su seno la cordillera merideña, dentro del Parque Nacional Sierra Nevada y en la Sierra de La Culata, que para entonces no había sido decretada como parque nacional. Ello me permitió, inicialmente, alcanzar la base de los picos más altos de los Andes Merideños y, por supuesto, hacer planes futuros para coronar esas imponentes moles graníticas con sus deslumbrantes glaciares, logrando lanzar con emoción, por primera vez, mi primer grito de “cumbree” en enero de 1971, en la cima nororiental del Pico El Toro, siguiendo la ruta poco trajinada entonces desde la Laguna La Fría, en compañía de mi gran amigo ya fallecido, vecino del sector Barinitas, Carlos Reyes, quien para entonces empezaba a perfilarse como uno de los mejores escaladores del país. Para el momento del referido concierto, ya tenía en mi haber, además de El Toro, mis primeros ascensos a los picos Humboldt (macizo de La Corona) por la ruta del glaciar Sievers con Eduardo Gómez y Berkman Bustamante, La Garza (macizo de La Concha) por su cara sur también con Carlos Reyes, y dos veces el Bolívar (macizo de La Columna) por la ruta Weiss, la primera con la guiatura de Carlos y la segunda con Jorge Morales y otros dos escaladores en una misión de apoyo a la escalada en “direttissima” que hicieron Carlos, Ibrahim y Jhon Zambrano por la cara norte del Pico Bolívar, a quienes esperamos en la cumbre hasta cerca de la media noche. No obstante, con la excepción del tramo final del Pico Bolívar y el periplo “improvisado” al Pico La Garza, mis ascensos hasta ese momento representaban retos de bajo a mediano grado de dificultad.
Pero, retomando el momento del concierto, por alguna razón más allá de mis preferencias musicales había en mí una inexplicable inquietud que no se correspondía con la euforia existente en el recinto, y no había manera de sentirme cómodo durante la extraordinaria presentación del músico y compositor Gerry Weill y su banda, que hacia estremecer el lleno total del escenario. Me retiré del lugar, preguntándome la razón de tal malestar, me fui a mi casa ubicada en la avenida 5, muy cerca del Colegio La Inmaculada, y me acosté en la habitación de Ibrahim, que daba hacia la citada avenida, para disfrutar de la música reproducida en su formidable equipo de sonido. Eran como las 5:30 de la tarde cuando golpearon, fuerte e insistentemente, la puerta de la casa y la ventana de la habitación: era Carlos Reyes, evidentemente alterado, quien venía en búsqueda de acompañantes para subir de inmediato a La Sierra, pues decía que los Jorges y el inglés no habían descendido desde Pico Espejo por el sistema teleférico, que no estaban en el concierto y que estaba seguro que habían sufrido algún accidente. Al notarlo tan convencido, traté de calmarlo y explicarle que posiblemente se les hizo tarde y se habrían venido a pie, a lo que me respondió que había hablado con personal del teleférico y que, hasta la hora del cierre de la última estación, demorada una hora más allá del horario normal para esperar por los tres escaladores, no se sabía nada de ellos (Carlos era muy conocido por todo el personal del sistema teleférico, desde directivos hasta obreros, debido a su condición de montanista, usuario frecuente y vecino de la estación Barinitas).
Aún no persuadido de un eventual accidente, y manejando yo todavía la posibilidad de que el trío estuviese retornando a pié o de que hubiesen tenido que realizar una acampada imprevista en algún paraje de la ruta sin poder reportarse a través del cableado telefónico interno del teleférico (accesible en Pico Espejo a ciertos andinistas y colaboradores del sistema), intentamos localizar, vía telefónica primero y luego personalmente, a montanistas con experiencia para montar la operación de búsqueda, pero algunos seguían en el concierto, a puertas cerradas, otros no estaban en sus casas, y los restantes no creyeron en la “premonición” de Carlos. A todas estas la impaciencia de mi amigo Reyes era irreductible y, a pesar que hacia las 6:30 pm solo nos contábamos cuatro montañistas dispuestos a salir en avanzada para rastrear en horas nocturnas el flanco sur del Pico Bolívar, el vehemente desasosiego de Carlos acrecentó la preocupación de nuestro amigo Rafael Bencci (Ϯ), para entonces asistente de mantenimiento del teleférico, quien gestionó ante la Gerencia General del sistema la habilitación un vagón con destino a Pico Espejo, donde arribamos a eso de las 7:45 de la noche de ese día 30 de octubre de 1971.
Luego de un rápido inventario del equipo de escalada, víveres, comunicaciones y auxilio médico que disponíamos, sumamente limitado por cierto, Carlos Reyes (Ϯ), Omar “Pipo” Paredes, Hernán Molina (Ϯ) y yo comenzamos el descenso nocturno desde “Pico” hacia el glaciar Timoncitos por el empinado canal rocoso denominado “La Cloaca”, bajo una noche completamente despejada, con la montaña hermosamente cubierta por un manto de nieve caída en horas de la tarde, e iluminada por la luna casi llena, bajo un retador frío incrementado por el gélido viento. Durante todo el trayecto pitamos y gritamos frecuentemente, con todas nuestras fuerzas, el nombre de los Jorges, teniendo solo como respuesta un sórdido y rezagado eco desde las frías paredes rocosas.
Alrededor de las 9:30 pm llegamos al conocido sitio del antiguo y desaparecido refugio Albornoz, al pie del glaciar Timoncitos, muy cerca de la laguna homónima, e inmediatamente nos dispusimos a ascender por el lado suroeste de la masa de hielo, evitando los pronunciados cortes que caen hacia el mencionado cuerpo de agua. Después de avanzar penosamente unos 30 minutos sobre el compacto hielo, y ante el creciente reto por delante, nos dimos cuenta que no contábamos con suficiente equipo de escalada para conformar dos cordadas y rastrear más rápido el sector, así que acordamos que Pipo y Hernán regresaran a Albornoz mientras Carlos y yo continuábamos en cordada hacia el pie de “Las Escaleras”, donde comienza la famosa ruta establecida por el Dr. Frank Weiss en 1936 para ascender a la cumbre del pico Bolívar, desde entonces las más frecuentada por quienes aspiran coronarlo, y que sería la utilizada por Burguera según lo dicho por él mismo a Carlos. A todas estas nuestros insistentes llamados seguían siendo respondidos por el ingrato eco…
El ascenso por Las Escaleras se iba tornando cada vez más riesgoso: a la luz de la luna que secuestraba color al majestuoso escenario tornándolo blanco y negro, con la nieve en el empinado pasadizo tan dura como roca, y un viento helado que penetraba hasta los huesos, la determinación de Carlos seguía incólume, “…sé que están caídos, busquemos más arriba” decía, mientras llamábamos gritando al unísono a nuestros buscados. Con las manos tan frías que apenas podían sostener la cuerda, le comenté a Carlos que, amén del peligro que corríamos, no tenía sentido seguir subiendo puesto que de haber ocurrido un accidente en esa ruta, ya nos habríamos topado con alguno de ellos, a menos que hubiese ocurrido luego de pasar la “Roca Táchira”, en el tramo final y con mayor dificultad, donde los escaladores deben superar una saliente que los coloca de espaldas al abismo de la cara norte, con vista a la ciudad de Mérida, y en ese caso quedarían totalmente superadas nuestras posibilidades. Pero, justo unos minutos después de detenernos a sopesar las circunstancias, y ante un nuevo llamado a los Jorges, esta vez cargado de desesperanza, escuchamos un lóbrego grito que dictó “…aquí estoooy”. No lo podíamos creer: ¡eran ellos!. Repetimos y la respuesta fue idéntica: ¡sí, los encontramos!. Tratamos de avisar a nuestros compañeros abajo pero no nos escucharon, así que descendimos hasta un sitio desde donde podíamos divisar mejor el glaciar, orientados solo por la débil voz que respondía nuestras esperanzadoras llamadas a la calma. Así, en medio del monocromático paisaje que contrastan la nieve y la roca en el plenilunio, logramos precisar una especie de triángulo oscuro aislado en la nieve, desde donde quizá provenían las respuestas: ¿será una roca caída? nos preguntamos. Una afirmación en la distancia nos iluminó la noche: “soy Morales, nos caímos…”. Lloramos de emoción al tiempo que atravesamos el campo nevado, muy inclinado, que nos separaba de él, hincando la punta de los crampones y asegurando con dificultad la cuerda al piolet que se negaba a penetrar el endurecido hielo… fueron minutos eternos.
Nos dimos cuenta entonces que la razón de no haber encontrado rastros de los escaladores en la ruta Weiss fue la nevada ocurrida en la tarde de ese día, comprobándose que el accidente ocurrió en horas cercanas al mediodía. De no haber sido por la respuesta de Morales, su localización se nos hubiese complicado mucho más.
El encuentro con Morales fue dramático, se encontraba malherido, sentado sobre el hielo, con una la pierna flexionada y la otra herida, además de golpes en la cabeza y varias partes del cuerpo, y hablaba penosamente. Logramos alertar a nuestros compañeros abajo, quienes inmediatamente iniciaron el ascenso. Al mismo tiempo Carlos intentó notificar a Mérida a través del equipo de radio que nos facilitó la gerencia del teleférico, pero lamentablemente no funcionó. Morales, con mucha dificultad, entre palabras delirantes, nos dijo muy quedamente que Burguera había fallecido… seguimos la cuerda que los unía y efectivamente, a pocos metros yacía inerte sobre el glaciar. La reacción inicial de Carlos al ver así a su querido amigo fue desgarradora, sus gritos ungidos de dolor eran replicados por las paredes rocosas de la montaña, y en su desesperación intentó la reanimación cardiopulmonar; fueron momentos sobrecogedores. El otro extremo de la cuerda estaba suelto, el inglés se había desenganchado y unas leves huellas sobre el hielo se dirigían hacia la base del Pico Abanico, en sentido contrario de la estación Pico Espejo. Al llegar Pipo y Hernán rastreamos sus pasos, pitamos y gritamos para localizarlo pero nuestros esfuerzos resultaron infructuosos.
Como era apremiante tomar decisiones, nos dedicamos a atender a Morales con los mínimos recursos disponibles, al tiempo que resolvíamos como actuar, acordándose que Pipo y yo regresásemos con la urgencia del caso a Pico Espejo y Carlos se quedaría con Hernán acompañando a Morales. Con la luna ya oculta detrás de la erizada cresta, y sin la ayuda de nuestras agotadas linternas, prácticamente “volamos” hasta la ansiada estación, y a primera hora de la madrugada del domingo 31 comunicamos por teléfono lo sucedido y permanecimos allí hasta el arribo de las primeras comisiones de rescatistas, a quienes guiamos hasta el lugar de la tragedia.
El rescate se inició con la llegada a Pico Espejo, en medio del congelante frío previo al alba, de las primeras brigadas integradas principalmente por miembros del CEAULA, bomberos de Mérida, personal médico y del sistema teleférico. Posteriormente, sobre la marcha del operativo, se fueron incorporando andinistas voluntarios, personal de Defensa Civil y autoridades policiales. Para entonces, y a pesar que el año anterior había ocurrido el fatal accidente de Maximiliano Rangel en la cara sur de El Vértigo. Muy pocos montañistas estaban entrenados en auxilio médico de emergencia y técnicas de rescate en alta montaña y no se contaba con un helicóptero que pudiera operar a esa altitud. Ello, lamentablemente, determinó que las labores de recuperación de los accidentados fueran penosamente lentas, especialmente en los tramos más empinados de la ruta Timoncitos-Pico Espejo, donde hubo necesidad de colocar algunos pasos aéreos con cuerdas, lo que acentuó la condición crítica de Morales, quien arribó con vida a dicha estación en horas de la tarde del día 31, más de 24 horas después de ocurrido el accidente.
La llegada de Jorge Luis a la última estación del teleférico avivó nuestras esperanzas por su sobrevivencia, fue un momento de luz en el que por fin pude ver el cielo claro desde que los encontramos; fue atendido por personal médico especializado y tratado con medicamentos y equipos instalados en sitio, pero infortunadamente ese sentimiento duró muy poco: unos minutos después, cuando el vagón salvador descendía entre las estaciones de Pico y Loma Redonda, nos dieron la desdichada noticia de su fallecimiento. Para mí fue como si algo explotara en mi cabeza y bloqueara mi capacidad de discernimiento, quedé abatido, recuerdo que golpeé la puerta de la enfermería y lloré entre sentimientos mezclados de tristeza y frustración; pensé en lo que estaría pasando su familia y la de Jorge Eduardo…
A media tarde los rescatistas consiguen ingresar el cuerpo de Jorge Eduardo en la encumbrada estación del teleférico, mientras otras brigadas siguen denodadamente en la búsqueda del Dr. Coote hasta bien avanzada la tarde, temiéndose por su vida de permanecer una noche más en la nevada montaña. Por fortuna, aún permanecían dos montanistas en la retaguardia de los grupos de búsqueda, Ibrahim López y Jorge Núñez, pudiendo escuchar el primero de ellos “…el sonido débil o lejano de un pito, que venía con las ráfagas de viento desde la base del glaciar”[3], regresándose hasta localizar al inglés, consciente pero muy débil y con golpes visibles en su cara, en la ladera de derrubios localizadas al noreste del Pico Abanico, en la vía hacia el Pico La Garza. Núñez, quien tenía un radiotransmisor, comunicó del hallazgo a la gente de rescate, acudiendo al sitio rápidamente con personal paramédico y ayudándolo a llegar hasta Pico, trasladado a Mérida y luego al Hospital Universitario de Los Andes donde, después de unos días, se recuperó satisfactoriamente
De los días que sucedieron al accidente tengo débiles recuerdos: mi presencia en los actos fúnebres, la misa, la tristeza y desconsuelo de las familias, la multitud, las conmovedoras palabras de despedida, el llanto colectivo, los novenarios… Solo remembranzas cuadro por cuadro en medio de una especie de entorpecimiento mental que permaneció en mí por semanas.
Sin embargo, como es sabido, el ímpetu de la juventud es indetenible, y al aclararse mi mente la sierra seguía allí, indemne, altanera, con su mágico e irresistible hechizo, llamándonos a hollar nuevamente sus entrañas. Me imagino que a Carlos le sucedió algo parecido, porque al cumplirse apenas un mes de tan amarga experiencia quisimos homenajear a los recién caídos con un ascenso al Bolívar por su cara oeste, la más cercana al tramo final del teleférico, objetivo incumplido debido a la rotura de mi piolet a mitad del glaciar. ¿Un llamado de los Jorges’s a la ponderación?... ¡Quizá!. El fallido intento nos hizo salir de la nieve y la roca y pisar tierra, además de servir de espectáculo para los turistas a bordo.
Como corolario de esta historia de hombres y montañas, donde uno se mide consigo mismo asumiendo grandes riesgos, para muchos injustificados, vale acudir a las palabras acuñadas por John Muir, el naturalista y explorador escocés-estadounidense fundador del “Sierra Club”, primer grupo conservacionista de la historia:
“The mountains are calling, and I must go”
[1] López, Ibrahim. Comunicación personal. Agosto 2021.
[2] Parada, Marco, 1916. Palabras en homenaje a la memoria de Jorge Eduardo Burguera Mora en acto realizado con motivo del 45 aniversario de su muerte. Comunicación personal vía Gmail 22-04-2019.
[3] López, Ibrahim. Comunicación personal. Septiembre 2021.