Prólogo
Hace meses atrás un apreciado amigo de
Caracas, Francisco Gil, miembro antiguo del Grupo de Rescate Venezuela, me
contactó para preguntarme si en mis comienzos como andinista, llegué a conocer del
accidente sucedido a finales de octubre hace medio siglo en la Sierra Nevada de
Mérida, donde fallecieron dos conocidísimos escaladores merideños, Jorge
Eduardo Burguera y Jorge Luis Morales, a lo que le respondí contándole someramente
mi experiencia como testigo presencial en las aciagas horas de tan lamentable
suceso, que enlutó respetables hogares y consternó a la comunidad emeritense.
Para cerrar
nuestra conversación, Francisco me conminó a escribir esa vivencia y contribuir
así a documentar ese lejano episodio del montañismo nacional, que fue muy
conocido a grandes rasgos pero un tanto incierto en cuanto a los pormenores de
lo sucedido en el entorno temporal y físico inmediato a la tragedia, así como de
las operaciones de búsqueda y salvamento que tuvieron lugar entonces en las
inmediaciones de la cumbre más alta de Venezuela.
Debo decir que
para mí fue un duro reto tratar de plasmar en palabras escritas cada momento allí
vivido pues, aunque en mi memoria siguen inmutables esos recuerdos a pesar del
tiempo transcurrido, el hurgar en pos de ellos los hizo emerger fuertemente
ligados a estremecedoras emociones que prefería dejar en el olvido.
Sin embargo, en
la medida que avancé sobre tal compromiso, aquellos fantasmas fueron disipándose
y dando paso a una fuerte convicción de que dar a conocer esa experiencia,
aparte de reconciliarme con el muchacho impulsivo e irreverente que la vivió por
cosas del destino, puede significar un modesto aporte a la narrativa existente
de tantos hechos y personajes que modelaron con su amor, sus piolets,
crampones, cuerdas y demás aparejos de escalada, los ventisqueros de la Sierra
Nevada de Mérida, y algunos, como en este caso, ofrendaron sus vidas al honrar
nuestras soberbias montañas.
Y es que no cabe
momento más propicio para entregar este tan postergado escrito que ahora, a
pocos días de cumplirse los 50 años del accidente que marcó un hito en la
historia del andinismo merideño, pues lo ocurrido sensibilizó de tal manera a
la comunidad montanista y a los entes
gubernamentales que a partir de entonces se comenzaron a tomar más seriamente los
aspectos relativos a la seguridad y la gestión del riesgo en los planes de
atención a la práctica de tan temerario deporte. Una de sus consecuencias
inmediatas fue la capacitación de un grupo jóvenes escaladores en auxilio
médico de emergencia y técnicas de rescate en alta montaña, a través de un
curso dictado en Mérida por parte de andinistas expertos y miembros del Grupo
de Rescate Venezuela (GRV) en el mes de diciembre de 1971, lo cual dio pié a la
fundación del Grupo Andino de Rescate (GAR) y motorizó la creación de muchas
otras organizaciones voluntarias de búsqueda y salvamento en la región andina.
El presente relato,
que escribo en ocasión de conmemorarse el quincuagésimo aniversario de ese fatal
accidente, acontecido el 30 de octubre de 1971 en el flanco sur Pico Bolívar, va
dedicado a la memoria de Jorge Eduardo Burguera y Jorge Luis Morales, a sus
familiares y amigos montañistas presentes o ausentes de este plano terrenal, en
especial a Carlos Reyes, vecino del sector Barinitas, amigo y muchas veces compañero
de cordada, y Hernán Molina, primo y brillante músico merideño, ambos viajeros
ya del tiempo y espacio, quienes junto a Omar “Pipo” Paredes, destacado
montanista, protagonizamos de manera casuística aquellas largas y angustiosas
horas narradas en esta historia.
Tributo estas
líneas también a todas las personas dedicadas a la invaluable labor de salvar
vidas, y de manera particular a las varias generaciones de mi gente del Grupo
Andino de Rescate, por su dedicación y perseverancia para mantener activa
nuestra organización, por encima de tantas vicisitudes, en los 50 años que se cumplirán
el próximo 20 de diciembre del presente año.
Salomón López Zerpa
Miembro GAR Nº 003
Septiembre 2021
ROCK, PREMONICIÓN
Y TRAGEDIA: las últimas horas de dos andinistas merideños
Por: Salomón López Zerpa
Imágen: Familia. Burguera
La juventud
merideña ardía de entusiasmo por el concierto. Era el día sábado 30 de octubre de
1971. Y es que al final de esa tarde se presentaría, en el Aula Magna del edificio
rectoral de la ilustre Universidad de Los Andes, el famoso intérprete de jazz
Gerry Weill, conocido entonces como “El Maestro del Jazz Venezolano”, quien
había preparado un repertorio que incluiría piezas de su última producción discográfica.
Mi hermano
mayor, Ibrahim, se contaba entre los cientos de muchachos fanáticos del rock
& roll, y particularmente del jazz-rock, que era un género emergente al
comienzo de la década de los 70, y Weill era uno de sus mejores exponentes en
Venezuela, muy reconocido por su amplia trayectoria musical.
Mi animosidad
por asistir al concierto del músico austriaco-venezolano era buena, más no
comparable a la de Ibrahim y sus coetáneos, pues yo tenía preferencia por la
docilidad del soul o del folk-rock. En esa época la fiebre del rock corría por
las venas de muchos jóvenes merideños, y muestra de ello era la existencia varias
bandas en la ciudad que interpretaban ese género musical, siendo una de las
primeras la conformada en 1968 por músicos amateurs como Jorge Morales (Ϯ) (bajo, guitarra, batería), Enrique
Volcanes (1ra. Guitarra), Hernán Molina (Ϯ) (2da. Guitarra), Ibrahím López (batería)
y William Gómez (Ϯ)
(percusión), denominada Die Feuerbach1.
En este punto del
relato comienzan a trenzarse situaciones que van vislumbrando un panorama
premonitorio sobre momentos trascendentes en las vidas de los protagonistas principales
de esta trágica historia del montañismo merideño, horas antes de su terrible desenlace...
¿Qué relación podía existir entre el citado concierto y los sucesos del día
siguiente? Seguramente ninguna, pero desde mi punto de vista el desarrollo de
los hechos va incorporando progresivamente personajes y hechos, como cuando un
río manso comienza a aumentar su caudal y poco a poco va arrastrándolos a todos
hacia un destino incierto.
Pero sigamos
entonces… de acuerdo con los antecedentes antes narrados, era impensable que el
joven músico Jorge Luis Morales pudiera perderse por voluntad propia tan
esperado concierto. Por otro lado, tampoco se dudaba de la asistencia al evento
musical de Jorge Eduardo Burguera, conocido andinista merideño y fundador en
1969 del Centro de Excursionismo y Andinismo de la Universidad de Los Andes
(CEAULA), junto con Ricardo Hansen, Luis Yegres, Rafael Solorzano, Adelmo Erazo
(Ϯ), Oswaldo Rodríguez (Ϯ), Jorge Núñez, Haydee Ruiz, Rafael
Monasterios, Ibrahim y otros.
Esta última afirmación se desprende de lo referido por uno de los mejores amigos
de Burguera, Marco Parada,
ya que éste le había encomendado adquirir los boletos de entrada y reservar
buenos asientos para ambos y sus respectivas novias, quienes eran dos hermanas
que vivían en la vecina ciudad de Ejido.
No obstante, la presencia
de los dos tocayos en el concierto iba a estar condicionada por su retorno a
Mérida a primeras horas de la tarde de ese día, pues Jorge Eduardo había
pautado con la Dirección de Deportes de la ULA guiar a un visitante, el Dr.
Jhon Havem Coote, veterano escalador inglés, hasta la cumbre del Pico Bolívar
por la ruta Weiss en compañía de su amigo Morales, y justamente los tres emprendieron
esa misión muy temprano en la mañana, ascendiendo hasta la estación de Pico
Espejo en una de las cabinas del Teleférico de Mérida.
Aunque algunos
montanistas sabían de la presencia del visitante inglés y del compromiso de Burguera
para llevarlo a la cumbre del Bolívar, yo no estuve enterado de dicho plan, y de
hecho no tenía por qué estarlo, puesto que era un adolescente de diecisiete
años quién, aun cuando ya había explorado con éxito algunas de las rutas clásicas
de ascenso a las cinco águilas blancas, no era miembro del CEAULA dada mi
condición de menor de edad, que apenas comenzaba a seguirle el paso a los
botines de su hermano mayor y no pertenecía al círculo de las amistades cercanas
al experimentado escalador, aunque sí era amigo de sus hermanos menores y había
integrado, meses antes, una cordada con Jorge Morales y otros amigos en la que
coroné por segunda vez dicha cumbre, que al tiempo fue el bautizo de Morales en
su primer ascenso al techo de Venezuela.
Es importante destacar
que, aparte de numerosas nuevas rutas establecidas en los picos de Mérida, el
CEAULA bajo la dirección de Jorge Burguera organizó y llevó a cabo exitosamente
varias expediciones fuera del territorio nacional, logrando alcanzar las
mayores cumbres de Colombia, Ecuador y Perú, y entre sus planes estaba
incursionar hacia los lejanos Himalayas.
Por otro lado, para
poner en contexto mi experiencia en alta montaña en ese entonces, dada la
comprometedora situación que me involucró con la tragedia en ciernes, debo
decir que me había iniciado en excursiones de varios días a muchas de las
numerosas y hermosísimas lagunas de origen periglaciar que alberga en su seno
la cordillera merideña, dentro del Parque Nacional Sierra Nevada y en la Sierra
de La Culata, que para entonces no había sido decretada como parque nacional.
Ello me permitió, inicialmente, alcanzar la base de los picos más altos de los
Andes Merideños y, por supuesto, hacer planes futuros para coronar esas
imponentes moles graníticas con sus deslumbrantes glaciares, logrando lanzar
con emoción, por primera vez, mi primer grito de “cumbree” en enero de 1971, en la cima nororiental del Pico El Toro,
siguiendo la ruta poco trajinada entonces desde la Laguna La Fría, en compañía
de mi gran amigo ya fallecido, vecino del sector Barinitas, Carlos Reyes, quien
para entonces empezaba a perfilarse como uno de los mejores escaladores del
país. Para el momento del referido concierto, ya tenía en mi haber, además de
El Toro, mis primeros ascensos a los picos Humboldt (macizo de La Corona) por
la ruta del glaciar Sievers con Eduardo Gómez y Berkman Bustamante, La Garza
(macizo de La Concha) por su cara sur también con Carlos Reyes, y dos veces el Bolívar
(macizo de La Columna) por la ruta Weiss, la primera con la guiatura de Carlos y
la segunda con Jorge Morales y otros dos escaladores en una misión de apoyo a la
escalada en “direttissima” que hicieron Carlos, Ibrahim y Jhon Zambrano por la
cara norte del Pico Bolívar, a quienes esperamos en la cumbre hasta cerca de la
media noche. No obstante, con la excepción del tramo final del Pico Bolívar y el
periplo “improvisado” al Pico La Garza, mis ascensos hasta ese momento representaban
retos de bajo a mediano grado de dificultad.
Pero, retomando
el momento del concierto, por alguna razón más allá de mis preferencias musicales
había en mí una inexplicable inquietud que no se correspondía con la euforia
existente en el recinto, y no había manera de sentirme cómodo durante la
extraordinaria presentación del músico y compositor Gerry Weill y su banda, que
hacia estremecer el lleno total del escenario. Me retiré del lugar,
preguntándome la razón de tal malestar, me fui a mi casa ubicada en la avenida
5, muy cerca del Colegio La Inmaculada, y me acosté en la habitación de Ibrahim,
que daba hacia la citada avenida, para disfrutar de la música reproducida en su
formidable equipo de sonido. Eran como las 5:30 de la tarde cuando golpearon,
fuerte e insistentemente, la puerta de la casa y la ventana de la habitación:
era Carlos Reyes, evidentemente alterado, quien venía en búsqueda de
acompañantes para subir de inmediato a La Sierra, pues decía que los Jorges y
el inglés no habían descendido desde Pico Espejo por el sistema teleférico, que
no estaban en el concierto y que estaba seguro que habían sufrido algún accidente.
Al notarlo tan convencido, traté de calmarlo y explicarle que posiblemente se
les hizo tarde y se habrían venido a pie, a lo que me respondió que había
hablado con personal del teleférico y que, hasta la hora del cierre de la
última estación, demorada una hora más allá del horario normal para esperar por
los tres escaladores, no se sabía nada de ellos (Carlos era muy conocido por
todo el personal del sistema teleférico, desde directivos hasta obreros, debido
a su condición de montanista, usuario frecuente y vecino de la estación
Barinitas).
Aún no persuadido
de un eventual accidente, y manejando yo todavía la posibilidad de que el trío estuviese
retornando a pié o de que hubiesen tenido que realizar una acampada imprevista
en algún paraje de la ruta sin poder reportarse a través del cableado telefónico
interno del teleférico (accesible en Pico Espejo a ciertos andinistas y
colaboradores del sistema), intentamos localizar, vía telefónica primero y
luego personalmente, a montanistas con experiencia para montar la operación de
búsqueda, pero algunos seguían en el concierto, a puertas cerradas, otros no
estaban en sus casas, y los restantes no creyeron en la “premonición” de Carlos.
A todas estas la impaciencia de mi amigo Reyes era irreductible y, a pesar que
hacia las 6:30 pm solo nos contábamos cuatro montañistas dispuestos a salir en
avanzada para rastrear en horas nocturnas el flanco sur del Pico Bolívar, el
vehemente desasosiego de Carlos acrecentó la preocupación de nuestro amigo Rafael
Bencci (Ϯ), para entonces asistente de
mantenimiento del teleférico, quien
gestionó ante la Gerencia General del sistema la habilitación un vagón con
destino a Pico Espejo, donde arribamos a eso de las 7:45 de la noche de ese día
30 de octubre de 1971.
Luego de un
rápido inventario del equipo de escalada, víveres, comunicaciones y auxilio médico
que disponíamos, sumamente limitado por cierto, Carlos Reyes (Ϯ), Omar “Pipo” Paredes, Hernán Molina (Ϯ) y yo comenzamos el descenso nocturno desde
“Pico” hacia el glaciar Timoncitos por el empinado canal rocoso denominado “La
Cloaca”, bajo una noche completamente despejada, con la montaña hermosamente cubierta
por un manto de nieve caída en horas de la tarde, e iluminada por la luna casi
llena, bajo un retador frío incrementado por el gélido viento. Durante todo el
trayecto pitamos y gritamos frecuentemente, con todas nuestras fuerzas, el
nombre de los Jorges, teniendo solo como respuesta un sórdido y rezagado eco desde
las frías paredes rocosas.
Alrededor de las
9:30 pm llegamos al conocido sitio del antiguo y desaparecido refugio Albornoz,
al pie del glaciar Timoncitos, muy cerca de la laguna homónima, e
inmediatamente nos dispusimos a ascender por el lado suroeste de la masa de
hielo, evitando los pronunciados cortes que caen hacia el mencionado cuerpo de
agua. Después de avanzar penosamente unos 30 minutos sobre el compacto hielo, y
ante el creciente reto por delante, nos dimos cuenta que no contábamos con
suficiente equipo de escalada para conformar dos cordadas y rastrear más rápido
el sector, así que acordamos que Pipo y Hernán regresaran a Albornoz mientras Carlos
y yo continuábamos en cordada hacia el pie de “Las Escaleras”, donde comienza
la famosa ruta establecida por el Dr. Frank Weiss en 1936 para ascender a la
cumbre del pico Bolívar, desde entonces las más frecuentada por quienes aspiran
coronarlo, y que sería la utilizada por Burguera según lo dicho por él mismo a
Carlos. A todas estas nuestros insistentes llamados seguían siendo respondidos
por el ingrato eco…
El ascenso por
Las Escaleras se iba tornando cada vez más riesgoso: a la luz de la luna que
secuestraba color al majestuoso escenario tornándolo blanco y negro, con la
nieve en el empinado pasadizo tan dura como roca, y un viento helado que penetraba hasta los huesos,
la determinación de Carlos seguía incólume, “…sé
que están caídos, busquemos más arriba” decía, mientras llamábamos gritando
al unísono a nuestros buscados. Con las manos tan frías que apenas podían sostener
la cuerda, le comenté a Carlos que, amén del peligro que corríamos, no tenía
sentido seguir subiendo puesto que de haber ocurrido un accidente en esa ruta,
ya nos habríamos topado con alguno de ellos, a menos que hubiese ocurrido luego
de pasar la “Roca Táchira”, en el tramo final y con mayor dificultad, donde los
escaladores deben superar una saliente que los coloca de espaldas al abismo de
la cara norte, con vista a la ciudad de Mérida, y en ese caso quedarían
totalmente superadas nuestras posibilidades. Pero, justo unos minutos después
de detenernos a sopesar las circunstancias, y ante un nuevo llamado a los
Jorges, esta vez cargado de desesperanza, escuchamos un lóbrego grito que dictó
“…aquí estoooy”. No lo podíamos
creer: ¡eran ellos!. Repetimos y la respuesta fue idéntica: ¡sí, los
encontramos!. Tratamos de avisar a nuestros compañeros abajo pero no nos
escucharon, así que descendimos hasta un sitio desde donde podíamos divisar
mejor el glaciar, orientados solo por la débil voz que respondía nuestras
esperanzadoras llamadas a la calma. Así, en medio del monocromático paisaje que
contrastan la nieve y la roca en el plenilunio, logramos precisar una especie
de triángulo oscuro aislado en la nieve,
desde donde quizá provenían las respuestas: ¿será una roca caída? nos
preguntamos. Una afirmación en la distancia nos iluminó la noche: “soy Morales, nos caímos…”. Lloramos de
emoción al tiempo que atravesamos el campo nevado, muy inclinado, que nos
separaba de él, hincando la punta de los crampones y asegurando con dificultad
la cuerda al piolet que se negaba a penetrar el endurecido hielo… fueron
minutos eternos.
Nos dimos cuenta
entonces que la razón de no haber encontrado rastros de los escaladores en la
ruta Weiss fue la nevada ocurrida en la tarde de ese día, comprobándose que el
accidente ocurrió en horas cercanas al mediodía. De no haber sido por la
respuesta de Morales, su localización se nos hubiese complicado mucho más.
El encuentro con
Morales fue dramático, se encontraba malherido, sentado sobre el hielo, con una
la pierna flexionada y la otra herida, además de golpes en la cabeza y varias
partes del cuerpo, y hablaba penosamente. Logramos alertar a nuestros
compañeros abajo, quienes inmediatamente iniciaron el ascenso. Al mismo tiempo
Carlos intentó notificar a Mérida a través del equipo de radio que nos facilitó
la gerencia del teleférico, pero lamentablemente no funcionó. Morales, con mucha
dificultad, entre palabras delirantes, nos dijo muy quedamente que Burguera había
fallecido… seguimos la cuerda que los unía y efectivamente, a pocos metros yacía
inerte sobre el glaciar. La reacción inicial de Carlos al ver así a su querido amigo
fue desgarradora, sus gritos ungidos de dolor eran replicados por las paredes
rocosas de la montaña, y en su desesperación intentó la reanimación cardiopulmonar;
fueron momentos sobrecogedores. El otro extremo de la cuerda estaba suelto, el inglés
se había desenganchado y unas leves huellas sobre el hielo se dirigían hacia la
base del Pico Abanico, en sentido contrario de la estación Pico Espejo. Al
llegar Pipo y Hernán rastreamos sus pasos, pitamos y gritamos para localizarlo
pero nuestros esfuerzos resultaron infructuosos.
Como era
apremiante tomar decisiones, nos dedicamos a atender a Morales con los mínimos
recursos disponibles, al tiempo que resolvíamos como actuar, acordándose que
Pipo y yo regresásemos con la urgencia del caso a Pico Espejo y Carlos se
quedaría con Hernán acompañando a Morales. Con la luna ya oculta detrás de la erizada
cresta, y sin la ayuda de nuestras agotadas linternas, prácticamente “volamos”
hasta la ansiada estación, y a primera hora de la madrugada del domingo 31 comunicamos
por teléfono lo sucedido y permanecimos allí hasta el arribo de las primeras
comisiones de rescatistas, a quienes guiamos hasta el lugar de la tragedia.
El rescate se
inició con la llegada a Pico Espejo, en medio del congelante frío previo al
alba, de las primeras brigadas integradas principalmente por miembros del
CEAULA, bomberos de Mérida, personal médico y del sistema teleférico.
Posteriormente, sobre la marcha del operativo, se fueron incorporando
andinistas voluntarios, personal de Defensa Civil y autoridades policiales.
Para entonces, y a pesar que el año anterior había ocurrido el fatal accidente
de Maximiliano Rangel en la cara sur de El Vértigo. Muy pocos montañistas estaban entrenados en auxilio
médico de emergencia y técnicas de rescate en alta montaña y no se contaba con
un helicóptero que pudiera operar a esa altitud. Ello, lamentablemente, determinó
que las labores de recuperación de los accidentados fueran penosamente lentas,
especialmente en los tramos más empinados de la ruta Timoncitos-Pico Espejo,
donde hubo necesidad de colocar algunos pasos aéreos con cuerdas, lo que acentuó
la condición crítica de Morales, quien arribó con vida a dicha estación en
horas de la tarde del día 31, más de 24 horas después de ocurrido el accidente.
La llegada de Jorge
Luis a la última estación del teleférico avivó nuestras esperanzas por su
sobrevivencia, fue un momento de luz en el que por fin pude ver el cielo claro
desde que los encontramos; fue atendido por personal médico especializado y
tratado con medicamentos y equipos instalados en sitio, pero infortunadamente
ese sentimiento duró muy poco: unos minutos después, cuando el vagón salvador
descendía entre las estaciones de Pico y Loma Redonda, nos dieron la desdichada
noticia de su fallecimiento. Para mí fue como si algo explotara en mi cabeza y
bloqueara mi capacidad de discernimiento, quedé abatido, recuerdo que golpeé la
puerta de la enfermería y lloré entre sentimientos mezclados de tristeza y
frustración; pensé en lo que estaría pasando su familia y la de Jorge
Eduardo…
A media tarde los
rescatistas consiguen ingresar el cuerpo de Jorge Eduardo en la encumbrada
estación del teleférico, mientras otras brigadas siguen denodadamente en la
búsqueda del Dr. Coote hasta bien avanzada la tarde, temiéndose por su vida de
permanecer una noche más en la nevada montaña. Por fortuna, aún permanecían dos
montanistas en la retaguardia de los grupos de búsqueda, Ibrahim López y Jorge
Núñez, pudiendo escuchar el primero de ellos “…el sonido débil o lejano de un
pito, que venía con las ráfagas de viento desde la base del glaciar”,
regresándose hasta localizar al inglés, consciente pero muy débil y con golpes
visibles en su cara, en la ladera de derrubios localizadas al noreste del Pico
Abanico, en la vía hacia el Pico La Garza. Núñez, quien tenía un
radiotransmisor, comunicó del hallazgo a la gente de rescate, acudiendo al
sitio rápidamente con personal paramédico y ayudándolo a llegar hasta Pico,
trasladado a Mérida y luego al Hospital Universitario de Los Andes donde,
después de unos días, se recuperó satisfactoriamente
De los días que
sucedieron al accidente tengo débiles recuerdos: mi presencia en los actos
fúnebres, la misa, la tristeza y desconsuelo de las familias, la multitud, las
conmovedoras palabras de despedida, el llanto colectivo, los novenarios… Solo remembranzas
cuadro por cuadro en medio de una especie de entorpecimiento mental que permaneció
en mí por semanas.
Sin embargo, como
es sabido, el ímpetu de la juventud es indetenible, y al aclararse mi mente la
sierra seguía allí, indemne, altanera, con su mágico e irresistible hechizo,
llamándonos a hollar nuevamente sus entrañas. Me imagino que a Carlos le
sucedió algo parecido, porque al cumplirse apenas un mes de tan amarga
experiencia quisimos homenajear a los recién caídos con un ascenso al Bolívar
por su cara oeste, la más cercana al tramo final del teleférico, objetivo
incumplido debido a la rotura de mi piolet a mitad del glaciar. ¿Un llamado de los Jorges’s a la ponderación?... ¡Quizá!. El fallido intento nos
hizo salir de la nieve y la roca y pisar tierra, además de servir de
espectáculo para los turistas a bordo.
Como corolario
de esta historia de hombres y montañas, donde uno se mide consigo mismo
asumiendo grandes riesgos, para muchos injustificados, vale acudir a las
palabras acuñadas por John Muir, el naturalista y explorador escocés-estadounidense
fundador del “Sierra Club”, primer grupo conservacionista de la historia:
“The mountains are calling, and I must go”